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Son días donde somos especialmente invitados a recordar y a respirar la espiritualidad impregnando las religiones. Desde este lugar, les propongo pensar a los grandes avatares y maestros que llegaron a la tierra, quienes nos han dado la oportunidad de emularlos a imagen y semejanza, como inspiraciones para que podamos recordar nuestra esencia divina más allá de las diferencias religiosas.
Esta conciencia trasciende los nombres y las formas, es inmanente a todo y a todos. Algunos la llaman conciencia crística, otros conciencia Búdica, otros la llaman Conciencia Divina y de tantísimos nombres y formas más, pero todas ellas refieren a esa instancia en donde el yo se funde con el Todo, donde todo es Uno y nada está fuera de ello.
En este sentido espiritual, el nacimiento de Jesús como conciencia crística– más allá del sentido religioso-nos recuerda el deber espiritual que tenemos a lo largo de la vida, de nacer y despertar a una conciencia sagrada y divina que habitamos, mejor dicho, que somos.
Para ello, en el camino de la vida, millones de veces tenemos la oportunidad de trascender la identidad que hacemos en el yo: cada vez que creemos ser aquello que el espejo nos devuelve como imagen, cada vez que quedamos atrapados en la ilusión de la separatividad, cada vez que creemos ser nuestras ideas, pensamientos o juicios etc. hacia una identidad en el espíritu. Así, nuevos sentidos, nuevos saltos cuánticos en la conciencia nos permiten resignificar nuestra existencia al servicio de la Vida, recordando la Unidad en la Diversidad.
Las constelaciones nos lo recuerdan todo el tiempo: nos permiten diferenciar nuestras creencias, nuestras lealtades invisibles, nuestras implicancias y se caen los velos, las imágenes que tenemos sobre nosotros mismos y sobre los demás, y nos revelan lo esencial, nos permiten ver y reconocer el amor en todo, el espíritu en todo.
Y en ese lugar ya no hay mente, no hay pensamientos, no hay palabras, algo se desacelera y se aquieta, alcanzamos un estado de calma y paz interior, el silencio se apropia de nosotros, sentimos al amor como nuestra genuina naturaleza, en comunión, dándole lugar al amor del espíritu. Y en ese instante el corazón se abre y nos inclinamos ante lo que es no solo por fuera, sino en nuestro interior.
Y así vamos reconociendo esa esencia sagrada, esa conciencia crística, que es presente, que todo lo va creando y así manifestándose. Ese estado interior nos permite sentir y vivir la Unicidad con el Todo y experimentar que todos somos Uno.
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